Por Carla Chinski
¿Digitalizar una colección es lo mismo que aumentar el acceso para el público de esa colección? Probablemente, se puedan entender dos cosas. La primera es la política de museos que está en la superficie de esa pregunta, en lo más evidente, que es “hay que hacer el museo más accesible”. Pero ha surgido otra, otra política que se superpone, que es “hay que digitalizar las colecciones y añadir tecnología”. Sobre ese “tener que”, ese imperativo, trabajamos en LAIA. Es que en el fondo de esta pregunta, está una cuestión de origen sobre los museos que nos parece más importante plantear que digitalización sí o no. ¿Qué es un museo? ¿Cómo queremos que la gente se acerque a él? Se me ocurren otras preguntas: ¿Por qué no llamamos “museo” a música electrónica de los ochenta u, hoy, a la generada con IA? ¿Es necesaria la Realidad Virtual para tener una experiencia inmersiva? Y finalmente: ¿Debemos digitalizar?
Desde LAIA, nos hacemos estas preguntas todo el tiempo: la tecnología, hoy siempre en “recambio”, nos hace pensar sobre las preguntas más básicas y redefinir conceptos (incluso filosóficos) que creíamos más o menos estables. Como organización de la sociedad civil, nuestra tarea no es la de ayudar a que la tecnología necesariamente se entienda y practique universalmente, sino, más bien, que la dinámica del maestro y el alumno sea invertida –y cuestionada– sobre quiénes pueden entender y practicar la tecnología, y subvertir los universales. Porque el uso de la tecnología y la técnica trae aparejado un saber hacer y un poder hacer al que no todos llegan. Tiene un lugar, una materialidad, una forma de producción y un medio mediante el que nos interpela.
Cuando se trata de la tecnología aplicada a museos, se suele pensar que el equivalente de hacer accesible una colección, fondo, acervo, es digitalizar su contenido material y que se pueda ver a través de una pantalla, o bien, una cámara 360°. Pero lo digital también conlleva una pérdida: se “inhabilitan”, de algún modo, ciertos sentidos (como el olfato o el tacto); también, se pierde muchas veces la historicidad del material (es decir, qué pasó y por qué en la época en que fue producido); se pierde, por último, un aspecto creativo del público donde cada persona se convierte en co-creadora de la obra por el solo hecho de convivir con ella en espacio-tiempo. Por otra parte, la tecnología nos aporta ciertas facilidades de reproducción que nunca antes habíamos tenido, y esto incluye a la inteligencia artificial. Estas dos ópticas podrían ser la “escéptica” y la “optimista”.
Lo que quizás, hace cien años era lo aurático (para el filósofo alemán Walter Benjamin) o aquello que se nos hace cada vez más lejano al repetirse cuando nos parábamos frente a un cuadro o escultura, hoy cobra otro sentido. En el museo, viendo “originales”, creo que ya tampoco tenemos experiencias que Benjamin llamó auráticas o “de culto”, donde pensamos: “Estoy ante algo sagrado y debo respetarlo y rendirle homenaje”. Si bien el aura dejó de tener cierta vigencia con corrientes estéticas posteriores a los años 30, en los que él escribía, hoy el paradigma es incluso diferente al de hace 20 años atrás. Hoy, tenemos más creadores que nunca, gracias a la tecnología (véase: “creadores de contenido”), más personas exhibiendo su creatividad, incluso mediante la IA generativa. Benjamin mismo se quejaba del impacto de la imprenta, en su famoso ensayo La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica: “Ahora, cualquiera puede publicar”. Al actualizarlo, sería algo así: Ahora, con modelos de lenguaje que trabajan con procesamiento y generación de imágenes, video, texto, cualquiera puede generar contenido. Los museos, hoy en día, están poco preparados para afrontar la multiplicación creativa que la IA produjo, y dialogar con ello, quizás. Mientras más nos enfocamos en la digitalización por sí sola, más nos olvidamos de aquello que está por fuera del museo.
Los museos, hoy en día, están poco preparados para afrontar la multiplicación creativa que la IA produjo, y dialogar con ello
¿Qué queda afuera del museo? Bueno, casi todo, pero: lo que está por fuera de la dinámica de creación, exhibición y sobre todo, de narración. Una colección que no se puede narrar (de la que yo no puedo hablar, de la que no puedo producir una experiencia [sea contenido u otra cosa]) es una colección que no existe. Una donación que nunca se clasifica tampoco existe. Un fotograma de película que se deteriora y es improyectable dejará de existir pronto en la memoria. Esto, lejos de ser un llamado a catalogar todo, es un llamado a incluir lo que está por fuera del museo: los territorios, los barrios, las experiencias populares y colectivas, las producciones artísticas situadas (o site-specific).
Esta es la visión escéptica: El ascenso astronómico de la IA nos enseña que no necesitamos solamente digitalizar, sino hacer archivo y hacer obra. Hay una falsa promesa de que, si digitalizamos, vamos a asegurarnos de hacer que algo sea eterno y más accesible. En realidad, hay tecnologías muy poco accesibles, o con un acceso en vías de extinción. Por ejemplo: existe la pérdida de información que tienen las imágenes (sean visuales o audiovisuales) como archivo de cualquier tipo. Hay software o hardware que queda viejo y no se puede usar más. Si nos confiamos solamente de la solución de la técnica, sin tener en cuenta esto, corremos el riesgo de dejar de entender a la memoria no como un disco rígido, sino como una actividad que forma parte del tejido imaginario de nuestras sociedades.
Habiendo dicho todo esto, esta es nuestra visión optimista: Sí, es cierto que hay propiedades de lo digital (el traslado de información, el costo bajo de la digitalización, la posibilidad de preservar archivos digitales en discos rígidos de gran capacidad) que hacen comprensible su rápida adopción en el campo cultural. Algo parecido, con las salvedades del caso, podría decirse de la adopción de herramientas de IA generativa. Pero a menudo nos olvidamos de que la inteligencia artificial es, en sí misma, un archivo. Está compuesta por bases de datos gigantescas con información recabada de toda la producción humana, y las procesa y reproduce de maneras que apenas podemos comprender. Cuando usamos IA, entonces, estamos haciendo una labor de archivistas: de sacar a la luz información latente (con todos los problemas que eso implica). Nos convertimos en productores y reproductores de un archivo. ¿Qué hacemos con esto?
Frente a esta radicalización a lo que nos llama la tecnología, debemos tomar posición. El museo hoy ¿nos llama a hacernos todas estas preguntas propias de nuestra experiencia colectiva? Y si no lo hace, ¿cómo podemos acercarnos a dichas preguntas? Por lo que dije se deduce que el museo es todo lo que no es.
Carla Chinsky es integrante de LAIA, licenciada en Artes y Magíster en Gestión de la Innovación.
Presentó este texto en el marco del Foro para mediadores de museos de la Asociación de Amigos del Museo Nacional de Bellas Artes, el 10 de noviembre de 2025.